«La emoción surge en el lugar donde la mente y el cuerpo se unen. Es la reacción del cuerpo a la mente» Eckhart Tolle

La tristeza forma parte de las emociones y abarca los sentimientos de soledad, apatía, autocompasión, desconsuelo, melancolía, pesimismo y desánimo, entre otros. Se dice que la persona está triste cuando a nivel cognitivo, se produce una falta de interés y de motivación por actividades que antes eran satisfactorias. A nivel conductual, la persona suele restringir las actividades físicas haciendo muy poco o nada, presenta modificaciones en las facciones faciales y en la postura (Vallés y Vallés, 2000).

Se puede encontrar una amplia gama de definiciones para la emoción; pero en este particular pensamos la emoción desde la definición de Sroufe, quien la describe como “una reacción subjetiva a un suceso sobresaliente” (2000) que incluye componentes cognitivos, conductuales, afectivos y fisiológicos. Esto implica que existe una relación entre el acontecimiento y la persona y que el mismo suceso puede desencadenar diversas reacciones emocionales en distintas personas o en la misma persona en diferentes momentos de su vida. Por lo tanto,las emociones forman parte del ciclo vital del ser humano: intervienen en sus procesos evolutivos y se relacionan con las formas de actuar y con las experiencias de este. (Greenberg y Paivio, 1999;Ortiz, 1999).

En una de las consultas una paciente describió a esta emoción de la siguiente manera: “La Tristeza es una emoción que generalmente surge ante las pérdidas que sufrimos en la vida. Es un dolor generalizado en el cuerpo, pero sobre todo en el alma. La tristeza no es negativa, no es anormal ni está mal sentirla”.

Es por esto que tomando las definiciones y estudios sobre las emociones y la escucha que la clínica nos brinda, me parece oportuno describir algunas características de esta emoción ya que como seres humanos, esta nos atravesará en algún momento de nuestra vida.

A diferencia de las demás emociones, la tristeza está caracterizada por una falta de energía. En un primer momento es vivenciada como un dolor paralizante que nos limita en nuestro querer hacer. Nos deja el ánimo aplanado, casi sin expresiones ni deseos.

En general, cuando sentimos tristeza es porque hemos perdido algo (real o fantaseado) y percibimos pocas posibilidades de recuperarlo, y alimentamos pensamientos del tipo “no hay acción que valga”.

Es por ello que la tristeza no implica el aumento de energía que las demás emociones sí, sino que nos la quita dejándonos inactivos para ceder paso a la aceptación (elaboración interna) de la nueva situación. Soltar no demanda energía, sino más bien implica la ausencia de ésta. Al no tener esta fuerza, no queda más acción posible que la de dejar ir o ser en la emoción, contribuyendo a dejar de “forzar” la realidad. Aquello que antes sos-teníamos, ahora y gracias a la ausencia de energía propia de la tristeza, es posible soltarlo.

Esta emoción puede ser verdaderamente dolorosa según su intensidad. Es por ello que muchas veces podemos intentar evitarla distrayendo nuestra atención, con actividades, trabajo, amigos o bien intentando tapar, negando y reprimiendo; es decir limitamos nuestras acciones de tristeza (como puede ser el llanto o el desgano), haciendo un gigantesco esfuerzo por sonreír y hasta podemos llegar a hablar como si nada pasara. Pero cuando la emoción no haya, o no permitimos una vía de expresión adecuada, la busca por sí misma a través de síntomas que junto a una serie de condicionamientos puede producir signos más significativos en su expresión . Lo cierto es que ninguna de estas actitudes evasivas ayudan, y por lo tanto son absolutamente desaconsejables.

Desde el espacio de psicoterapia consideramos necesario y óptimo simplemente “estar ahí”. Es decir, habitar la emoción, permitirnos ese dolor, tomar contacto con él, poder vivenciar auténticamente, no mintiendonos. por eso la conducta de llanto y, sobre todo, hablar de lo que sentimos y de aquello que consideramos perdido, es la manera de comenzar a asimilar y emprender con ella.

Pero por otro lado, es muy importante aclarar que para sentirnos tristes no necesariamente tenemos que vivir una pérdida (en el sentido concreto de la palabra). También podemos ponernos tristes por creencias irracionales que albergamos, como pueden ser expectativas altas, falta de intereses, perspectivas pesimistas, no poder encontrar un sentido. Por esto es importante entender que a veces el problema no es la realidad misma, sino la creencia de que las cosas deben ser distintas.

Por lo tanto, una cosa es la elaboración de una pérdida, es decir el duelo, y otra es omitir la emoción para no sentirnos tristes. Vale en este punto establecer la diferencia entre dolor y sufrimiento.

El dolor es una expresión natural propia del duelo y surge, como vimos, ante la pérdida de algo que teníamos. El dolor, por su misma naturaleza, tiende a desvanecerse y desaparecer. Sin embargo puede enquistarse, extenderse o perpetuarse, transformándose en sufrimiento. El sufrimiento, entonces, es una creación irracional del ser humano a partir de un autodiálogo tortuoso. Cuando la persona se dice a sí misma cosas como “todo esto es mi culpa”, “nunca voy a salir”, “siempre todo lo malo me pasa a mí”, “jamás voy a superarlo”, “si yo hubiera…”, etc., queda enquistada y de este modo permanece el foco de atención en una fantasía o en un imposible, renovándose la tristeza una y otra vez en este ciclo de rumiación mental.

Por ello siempre es recomendable, en casos de tristeza profunda y prolongada, la consulta con un profesional de la salud mental.