La revolución tecnológica de los últimos años, representó un giro de 360º en la historia de la humanidad. Aparejado a lo que desde el terreno tecnológico representó una ganancia sin precedentes, cabe cuestionarnos los efectos de estas nuevas tecnologías y modos de vinculación en la subjetividad.

Dentro de la revolución tecnológica, el uso de las redes sociales representó también una revolución de las subjetividades. La construcción de nuestra subjetividad se encuentra sujeta a diversos valores que estuvieron siempre reflejados en las redes de vincularidad cercanas de las personas. Hoy la construcción de la subjetividad, se encuentran mediada en gran medida por las voces y valores de un círculo mucho más amplio, un circulo globalizado, el circulo de las redes virtuales.

Las redes sociales fueron construyendo poco a poco un perverso escenario de ideales que se convirtieron en la imagen de referencia subjetiva. De manera automática, estamos constantemente consumiendo un concepto ideal de felicidad y éxito, donde sólo se permiten los logros; y tanto las frustraciones, como los fracasos y las tristezas son actores que no fueron invitados a participar. Consecuentemente vamos construyendo internamente un concepto ideal de felicidad completamente ilusorio y humanamente imposible.

Bajo este encanto mágico de las redes sociales, las sonrisas y los buenos momentos tienen que ser parte de nuestro día a día y me animo a decir tienen, porque ya se ha convertido en parte de un mandato al cual respondemos sin darnos cuenta. Los momentos, paisajes, destinos, trabajos, familias, etc, deben ser siempre perfectos. Tenemos que ser felices todos los días de nuestras vidas y debemos hacerlo público.

Nos convertimos así en una generación que, consecuentemente, recibimos una incorrecta educación emocional. Tras éste perfecto escenario, las emociones se clasificarían solo en dos grandes grupos: buenas y malas. Las buenas son aquellas que estamos no solo habilitados sino obligados a sentir constantemente. Por otro lado las malas, son aquellas emociones de las cuales poco se habla y todos desean huir.

Esta tajante polaridad en el mundo de las emociones, fue generando de a poco un estilo de anestesia emocional, la cual operaría a modo de “protección” distanciándonos del contacto real con aquellas emociones que evitamos sentir.

Fuimos construyendo valores e ideales que responden a la ilusoria realidad que constantemente nos reflejan las redes sociales. Cabe cuestionarnos entonces ¿cuál es el costo emocional de todo esto…? Asociamos el llanto a la debilidad, el fracaso a la derrota, tolerar la frustración no es una opción a considerar y sentir tristeza es un mal que debe ser evitado a todas costas.

Dentro de éste marco, forma parte del desafío del espacio terapéutico comenzar una deconstrucción de esta incorrecta clasificación de las emociones. Lejos de encajar en los criterios polares de “buenas vs. malas”, las emociones deben clasificarse en “cómodas” e “incomodas”.

Bajo estas nuevas etiquetas, ahora ya no sólo es permitido, sino también necesario, poder conectar con aquellas emociones más “incómodas”. Es necesaria la des-anestesia y la validación de las emociones incómodas de quienes concurren en el espacio terapéutico. Debemos cuestionar el ideal de felicidad que consumimos a diario y construir uno nuevo, donde ésta no solo pase por los momentos “alegres y perfectos”. La felicidad es una construcción constante cuyo condimento crucial son las emociones incómodas. Frustraciones, angustias y tristezas también forman parte de este proceso de construcción de la felicidad.

Todo esto de la mano de la inmediatez característica de un mundo globalizado, nos lleva a olvidar lo más importante en el mundo emocional, los procesos, que por definición llevan tiempo.

Así, ante pérdidas que precisan un duelo, nos apresuramos a estar bien lo antes posible. Ante fracasos que son partes de la vida, nos volvemos completamente intolerantes a todo tipo de frustración. Olvidando que la construcción del éxito es también un proceso que requiere no solo de tiempo, sino también de frustraciones.

¿Cuál es el costo emocional de las redes sociales? ¿Cuál es el costo de estar sujetos al mandato de constante felicidad? ¿Acaso las redes nos están enfermando?