Cada familia guarda una historia. Aquellos adultos que nos cuidaban cuando éramos niños, y eran entonces nuestros héroes, pasaron a ser fuertemente cuestionados en nuestra adolescencia. “Nunca voy a ser como él/ella”. Sin embargo, con el correr de los años y tras haber transitado distintas circunstancias, puede que acabemos por darnos cuenta que, frente a determinados asuntos (económicos, afectivos, entre otros), somos más parecidos a nuestros padres de lo que creíamos.
¿Podemos decir que los patrones de conducta que se repiten de generación en generación son un rasgo psicológico hereditario? ¿Hasta qué punto puede hablarse de genética en cuestiones como, por ejemplo, vivir con la presión de tener que sostener una imagen de cortesía y amabilidad las 24 horas, ver el mundo como algo peligroso, ser propenso a ser estafado, elegir parejas disfuncionales, o tener una tendencia al derroche de dinero?
Sabemos que a partir del auge de las ciencias naturales y los primeros pasos en estudios genéticos que tuvieron lugar en el siglo XIX, pasó a estar muy en boga la idea de rasgos heredados, por lo que las conductas humanas encontraban su explicación allí. No obstante, durante el transcurso del siglo XX, las investigaciones enfocadas en la conducta y las formas de aprendizaje hicieron hincapié en cómo el ser humano durante su etapa de desarrollo aprende a comportarse e incorpora modos de afrontamiento a partir de la interacción con el entorno. Este aprendizaje se da de manera espontánea, como si los adultos cuidadores del niño tuviesen un efecto de “modelado” sobre él. Se ha comprobado la existencia de familias ansiógenas, es decir, que son grandes generadoras de ansiedad: por una excesiva preocupación o un foco puesto en las posibles adversidades y peligros de la vida, terminan promoviendo el temor en sus hijos, quienes en su vida adulta probablemente se sentirán vulnerables y tendrán una excesiva necesidad de control y de búsqueda de seguridad. Lo mismo podría decirse sobre la depresión: una mirada negativa y desesperanzada sobre la realidad, puede generar sesgos de este tipo en la mirada que sus niños tengan del mundo. A su vez, padres que, por ejemplo, tengan una idea sobrevalorada sobre la importancia de “dar una buena imagen”, probablemente atenten contra la espontaneidad de los pequeños.
A esta cuestión podemos agregar la de la tolerancia: un niño cuyo crecimiento haya tenido lugar en una familia de frecuentes episodios de violencia, desarrollará tal tolerancia y dará tal naturalidad a esos hechos que, más adelante en su madurez, su nivel de alarma frente a situaciones de elevada agresividad será significativamente menor. Esto no significa que sean personas que “se busquen” situaciones peligrosas o problemáticas, sino que, simplemente, su umbral de tolerancia a la violencia se habrá vuelto mayor.
Ahora bien, es importante aclarar que ciertos rasgos sí pueden responder a factores genéticos (el nivel de impulsividad, o una búsqueda constante de novedad con una baja noción de riesgo, por ejemplo, cuando no se deban al consumo de sustancias psicoactivas), pero siempre se trata de una combinación de componentes hereditarios con la educación recibida. Las experiencias ambientales, pueden tanto atenuar estos componentes, como exacerbarlos. En el ejemplo de la persona impulsiva, su contexto de desarrollo puede alentarla a moderarse, o a lanzarse a la acción desmedidamente sin evaluar las consecuencias. Lo mismo ocurre con la ansiedad, que resulta tanto de un factor hereditario como de adquisición y aprendizaje muy fuerte.
Podemos concluir en que, si bien a la fecha se ha comprobado una influencia de factores genéticos en la personalidad, aunque con distintas posturas en lo que atañe a sus detalles, es fundamental tener en cuenta que lo que el ser humano aprenda de las figuras significativas de su entorno temprano, se expresará en reglas que desarrollará sobre sí mismo y sobre la realidad.